Una puerta es un elemento que separa espacios físicos, facilitando su aislamiento y el acceso entre ellos. Pero no sólo hay puertas materiales, también inmateriales, intocables, invisibles a ojos ajenos, simbólicas…
Abrir una puerta supone pasar a otra estancia, a otra realidad. Supone arriesgarnos a ver lo que hay detrás. Al mismo tiempo, abrir es permitir el paso de aquel que llama (o no permitirlo). Es un acto en cierta medida esperanzador porque, si abrimos, estamos dispuestos a algún tipo de cambio. Y si nos abren, están considerándonos dignos de entrar.
Por el contrario, cerrar puertas nos habla de cobijo y calor, recogimiento y seguridad. También de indiferencia y miedo, despedidas y conclusión. Cerrar es decir adiós y, muchas veces, tenemos que hacerlo por salud emocional. Pero a nadie le gusta un portazo o sentir que una puerta no está abierta para nosotros.
Me fijo mucho en las puertas, la verdad.
Hay puertas a las que llamo frecuentemente porque sé que soy bien recibida. Suelen ser bonitas y accesibles, sin grandes complicaciones ni adornos superfluos.
Hay otras a las que no se me ocurre llamar. Ellas mismas parecen advertir que lo que voy a encontrar tras ellas no me va a gustar. Su materialidad y su decoración me hablan de dureza, de falta de acogida, de exclusión, de espacio reservado para vips donde no tengo cabida.
Y hay puertas a las que me gustaría llamar pero no lo hago. A veces, por temor al rechazo, a molestar, a no ser bien recibida. Otras veces, por si me mandan pasar y lo que haya dentro me guste tanto que no quiera volver a salir.

Todavía no hay comentarios
Esperamos el tuyo