Fotografía de Jesús Aguado
Admiramos a pintores, escultores, arquitectos, poetas, creadores… y todo tipo de artistas, entendiendo por tales aquellos que muestran su talento y realizan, a través de él, obras de arte.
Existe otro arte –muy antiguo pero poco practicado– que es el arte de escuchar.
A través de él conseguimos sacar a la luz maravillas escondidas tras el manto de la vergüenza o de la timidez, tras el tabique del “no sé”, tras la pereza del inmovilismo crónico.
El arte de escuchar consiste en acoger, entender, explorar y reflejar aquello que el escuchado es y dice saber. Es abrir todos los sentidos a la escucha, prestar atención a los detalles mínimos, mirar más allá de lo aparente, enhebrar interioridades y guiar a veces, no siempre, a zonas de más luz.
Para practicar este arte son necesarios tiempo –del que todos andamos escasos- ganas –que tampoco abundan- disponibilidad –cada vez más reducida- silencio –tantas veces evitado- y una cierta preparación para no caer en el puro voluntarismo. Instrumentos, todos ellos, sin los cuales no obtendremos ninguna obra artística. Y, por supuesto, también conlleva un coste de desgaste personal, como la práctica de cualquier otra actividad.
Sin embargo, el resultado del ejercicio del arte de escuchar es tan valioso, tan hermoso, tan fantástico, que merece la pena todo coste y todo esfuerzo. Las obras son únicas e irrepetibles, sin posibilidad de plagio. Parten de una materia prima de buenísima calidad y son cinceladas adecuadamente por el artista de la escucha. Por ello, de este trabajo, sólo pueden brotar fuerza y luz en proporciones similares y a grandes dimensiones.
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