Me ha llegado la foto de una alumna de Erasmus en Suecia, en la cual se aprecia la congelación de las pestañas, a consecuencia de los –35 º a los que se ven sometidos sus habitantes en estos días. ¡Sólo de imaginarlo dan ganas de envolverse en una manta!
Lo primero que vino a mi mente cuando vi la foto fue la sensación de congelación que, sin ser térmica, se adueña de nosotros ante una noticia inesperada, terrible, fría y desagradable.
La misma rigidez de esas pestañas es la que nos atenaza en esos momentos en que no creemos lo que oímos. La sangre parece paralizar su circulación, la temperatura corporal baja unos cuantos grados, el corazón amenaza con detenerse y hasta se nos olvida respirar.
Permanecemos inmóviles, impertérritos, sin reacción alguna durante unos segundos que parecen eternos. Hasta que, a fuerza de procesar la información, empezamos a darnos cuenta de su alcance. Y entonces sí, comienzan los desmayos, los gritos, los lloros, los temblores y cuantas otras manifestaciones den forma al dolor. Pareciera que la congelación nos protegiera del impacto.
Pero luego nos toca descongelar, recuperar la temperatura normal, el latido habitual, el pulso y la respiración acompasados, la mente tranquila, los ojos abiertos y la mirada limpia.
Y sé, por experiencia, que eso sólo se consigue con manos a las que aferrarse en los primeros momentos, con abrazos sostenidos en el tiempo, con miradas de comprensión y sonrisas de empatía, con ternura y con todo el cariño que uno sea capaz de aceptar.
Además del tiempo, claro, por su propio transcurrir.

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