La Escribana del Reino
M. E. Valbuena
La última vez que estuve con ella llevaba puestos unos pendientes en forma de lágrimas de cristal. Mientras hablábamos no pude evitar pensar en lo acertado de su elección.
Su vida, sin llegar a calificarse de tragedia, no ha sido especialmente fácil y, hasta donde yo sé, acumula una cuenta de sufrimiento bastante alta. Sin embargo, prefiere el maquillaje a las ojeras, la sonrisa a las palabras duras, las bromas a un “no puedo más” y el querer a dejarse querer.
Su tirar hacia adelante en cualquier circunstancia –a pesar del dolor, la decepción, la soledad o la amargura– no encubre, sin embargo, el poso de tristeza que esconde su mirada. Y, pese a sus múltiples esfuerzos por normalizar y hacer creíble su bienestar, no consigue disimular del todo esa pena que arrastra.
Como no se permite llorar en público, por algún lado –puede que inconscientemente– tienen que asomar las lágrimas, aunque sea de una forma artística y coqueta, aunque sean como un adorno.
Más de una vez he dicho que somos transparentes. Me reafirmo en ello.
No hay más que observar un poco para comprobar cómo todos vamos dejando señales de lo que somos y de lo que hacemos; cómo vamos grabando nuestro sello de identidad en cada gesto, en cada encuentro; cómo el lenguaje no verbal nos delata irremediablemente.
A pesar del envoltorio superficial y colorista, del barniz brillante, de la buena presencia y del buen ánimo, algún detalle se empeña y logra mostrar también ese otro lado que nos empeñamos en ocultar.

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