Reutilización. Foto Jesús Aguado
Tengo la buena o mala costumbre de conservar amigos durante años, de forma que vivimos juntos muchas de las idas y venidas por nuestro camino vital.
Uno de ellos –de los que conocí cuando aún no había comenzado la carrera universitaria– vivió hace años una aventura amorosa que le ilusionó, le llenó de vida y le hizo muy feliz. Después de varios intentos infructuosos, aquello parecía definitivo y yo me alegré por él.
Sin embargo la cosa no cuajó. Y no lo hizo, porque ella renunció a un trabajo por no marchar de su lado y él se empezó a agobiar por tener que sustentar económicamente su proyecto de vida juntos. Tenía entonces un buen sueldo y una buena situación económica, pero no pudo soportar la idea de ser el único que aportara rentas en esa relación.
Cuando me lo contó, llegué a decirle que más que escoger compañera parecía estar escogiendo nómina. Y de hecho, así fue.
Han pasado muchos años. La chica desapareció. Él, como pudo, superó la ruptura. Sigue ganando dinero y sigue estando en buena situación económica. Vive solo. Dependiendo de la temporada, con uno o dos gatos. Y, a veces, se queja de su soledad.
Hoy se habla mucho de “poner en valor” cualquier cosa que tengamos entre las manos. Pero esta puesta en valor no puede ser sólo valor monetario. Reducir nuestra vida a términos contables nos simplifica demasiado y conlleva un alto coste, también económico.
Digan lo que digan, y demos las vueltas que demos, hay cosas que jamás se podrán pagar con dinero. Todos conocemos algunas.
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