El que da, no debe volver a acordarse;
pero el que recibe nunca debe olvidar
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sábado, 8 de septiembre de 2018

Puesta de sol en Galicia

La Escribana del Reino
M. E. Valbuena


Uno de los momentos mágicos de este verano –de los muchos que he vivido– ha sido una puesta de sol en un acantilado gallego. No por la puesta en sí (el sol se pone todos los días en todas las partes del mundo) ya que he disfrutado de muchas en distintos lugares, sino por el rato compartido de contemplación.
Nuestro grupo éramos nueve, incluidos dos niños de 13 años y una adolescente de 17. Aparte, se fueron sumando parejas o personas solas sin romper en ningún momento la magia que se creó en aquel lugar.
Uno del grupo –siempre hay gente especialmente detallista– había llevado un pequeño altavoz que, colocado en la roca, proporcionó relajante música acompañando el ocaso. Lo demás era silencio, sólo roto por el movimiento interno del mar, suave brisa acariciando nuestros cuerpos y una paz inmensa.
Durante la hora más o menos que pudo durar aquello, los chiquillos no se movieron, absortos en el cambio del cielo, la adolescente se olvidó del móvil y los demás nos emocionábamos ante tanta belleza regalada.
Con frecuencia nos preguntamos qué es la felicidad, en qué consiste. Y puede que no sepamos definirla, pero lo que está claro es que momentos como aquel nos adentran de lleno en la felicidad, nos proporcionan tal grado de bienestar que sus efectos perduran en el tiempo y, durante días, parecemos sobrevolar la realidad en lugar de pisarla. Supongo que algo de esto tendrá que ver con la trascendencia.
Buscamos experiencias intensas, emociones fuertes, sensaciones placenteras y percepciones únicas en múltiples fuentes (unas mejores que otras). Compartir una puesta de sol nos da todo eso y más.

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