La Escribana del Reino
M. E. Valbuena
Hace unos días estuve en un paraje muy poblado por gaviotas. Se movían por allí igual que las palomas por la ciudad, sin miedo a las personas y con elevadas dosis de confianza, acercándose a la comida sin ser invitadas.
No me gustan especialmente las gaviotas, a pesar de la mitificación de “Juan Salvador Gaviota” que casi todos leímos en nuestra adolescencia. A mí me duró poco la atracción por esta ave. Su graznido y su vuelo bajo me resultan desagradables, al igual que la forma de su pico.
El caso es que estaba yo comiendo un melocotón, disfrutando del momento y agradecida por estar allí, cuando una gaviota se me puso justo al lado mirando fijamente (creo yo que al melocotón). Mi primera reacción fue espantarla, pero luego me dediqué a observarla con detalle, ya que nunca había tenido tal oportunidad.
Me llamó poderosamente la atención su ojo – de color amarillento y con una expresión tan fría que me dieron escalofríos-. Un ojo que parecía estar acechando el momento oportuno para hacerse con el melocotón. De hecho, así fue, porque, incomodada por su presencia, dejé la fruta a medio comer y la deposité en el suelo para ver su reacción. No hice más que posarla cuando el ave se lanzó por su presa con rapidez inusitada y se la llevó.
No he olvidado la expresión de ese ojo. He encontrado alguna vez, en determinadas personas, una mirada similar y se me ha encogido el corazón. Son miradas que parecen traspasarte, que buscan más allá sin verte, que transmiten frío y desconfianza.
Ahora pienso que, tal vez, la pobre gaviota sólo tenía apetito y yo vi en ella más fantasmas que otra cosa.
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