Algunas personas nacen en un ambiente hostil, donde la falta de cuidados o los abusos o la ausencia de besos y caricias configuran una infancia triste y descarnada que, sin embargo, no determina que el resto de la vida vaya a ir igual de mal. Ahí tenemos, por ejemplo, al pianista James Rhodes.
Otras personas viven infancias felices, pero en su adolescencia reciben la hostilidad de compañeros, de ambientes, de entornos asfixiantes que les va moldeando un carácter oscuro y complicado. Lo que tampoco determina que su vida se reduzca a eso. Con frecuencia se conocen casos de bullying sufrido por gente más o menos conocida.
En determinados casos, es el entorno laboral lo que se convierte en hostil. Y, así, tras un infancia y adolescencia cómoda, nos damos de bruces con un trabajo esclavizante, mal remunerado, estresante o que nos impide vivir plenamente. No hacen falta ejemplos.
Y, por último, a quien se ha librado de la hostilidad en su vida, puede llegarle la época hostil en la vejez, al verse solo o abandonado por los suyos o enfermo o dependiente o falto de cariño y atención. Ejemplos tampoco cito porque hay bastantes a nuestro alrededor.
En cualquier caso, todos pasamos por épocas hostiles en nuestra vida. Es cierto que unos más que otros, pero en general todos, en menor o mayor medida. Son etapas en las que el dolor y el malestar nos nubla los sentidos y ni vemos ni oímos ni hablamos ni palpamos otra cosa que no sea la desesperanza más acartonada y ácida.
Pero, sabemos o intuimos o queremos agarrarnos a que no existe el determinismo, a que todo pasa, a que la vida es fluir y que, al final, siempre, siempre, siempre hay luz.

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