La Escribana del Reino
M. E. Valbuena
Hay épocas en la vida en que se suceden unos cuantos días planos, de esos que no difieren uno del otro en casi nada y van tiñendo de gris su transcurrir. Las horas se colocan unas tras otras, ordenadas en implacable rutina que no admite distinciones. Sabemos lo que va a pasar, porque no pasa nada que no sea previsible. Ajustamos el horario perfectamente y perfectamente también se cumple.
No son días malos ni evitables. Tampoco es que sean días tristes o nostálgicos. Simplemente son días planos.
Es entonces donde debemos concentrarnos para descubrir lo que hace distinto uno del otro, porque eso hará que no pasen tan a la ligera.
Necesitamos agudizar el oído para escuchar ese trino que no estaba ayer en nuestro camino mañanero; perfilar la vista para apreciar los pequeños brotes de los matorrales o el trocito de nieve que se niega a desaparecer en el lado sombrío del parque; tocar el frío del hierro o el calor de la piel; sentir la suavidad de los latidos o la aspereza de las despedidas; probar lo amargo y lo dulce del mismo chocolate.
Y, sobre todo, necesitamos ese contacto humano en forma de abrazo, de mirada cómplice, de sonrisa en los pasillos, de brillo en la expresión… que tantas veces tenemos y otras tantas echamos en falta.
Seguro que, haciendo este esfuerzo y concentrándonos en los pequeños detalles, descubrimos ese matiz diferenciador que todo día trae consigo. Y seguro que, descubriéndolo, abandonamos la sensación opaca de los días planos y redescubrimos el alma de la realidad, el verdadero devenir de nuestra pequeña historia.
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