La Escribana del Reino
M. E. Valbuena
Mi abuela –que vivió tiempos donde no existían neveras, arcones ni grandes supermercados– me contaba que, llegado septiembre, había que empezar con las conservas, embotamiento y curación de alimentos para garantizar su duración. Comenzaban las mermeladas, los almíbares, los escabeches… todo para aprovisionar la despensa adecuadamente y hacer frente a los meses de escasez.
Yo no hago conservas de alimentos perecederos. A lo más que llego es a embotar algunos. Afortunadamente en mi tiempo sí que existen supermercados, neveras, cámaras de secado y un sinfín de artilugios más que nos facilitan la vida.
Pero sí hago conservas de alimentos emocionales. Como no conozco ninguna máquina que pueda conservarlos, los conservo yo, como mi abuela conservaba sus mermeladas, y me ocupo de tener bien provista mi despensa emocional.
No hay fechas propicias ni momentos determinados. Se acumulan cuando van surgiendo y se tira de despensa cuando escasean. Lo que sí se necesita es atención para captarlos cuando aparecen.
Por ejemplo, el domingo mientras nadaba –prácticamente sola– en la piscina climatizada, podía ver a través de la cristalera el paisaje nevado y la luz que sólo el deshielo de la nieve puede producir. Me paré a contemplar. Sentía el agua caliente envolviéndome. Podía escuchar, en el silencioso ambiente, el sonido de mis brazadas y de mi respiración al nadar. Disfrutaba de la vista y de la maravillosa luz que inundaba todo.
Siendo consciente del momento, sentí calma, paz y felicidad. Y decidí conservarlo.
Así, cuando lleguen momentos pastosos de niebla o dolor emocional, tiraré de despensa y me recrearé en los que tengo en conserva, que ya sé que no es lo mismo, pero vale igual. Como la mermelada de mi abuela.
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