Bajo la escarcha. Jesús Aguado
Escuché un debate sobre la muerte en el que sólo se hablaban generalidades y tópicos. Un debate sin ninguna aportación interesante. No creyentes en otra vida frente a creyentes y, dentro de éstos, los que hablaban de reencarnación y de resurrección.
En un momento dado uno de los participantes propuso hablar de la experiencia personal que a cada uno le había aportado una muerte cercana.
A partir de ahí, el fondo y la forma del debate cambiaron. Y empezó a interesarme.
Cayeron las posturas defensivas y las barreras mentales. Brotaron palabras de dolor y de comprensión. De cómo uno había superado la muerte de su hija fijándose en cómo brotaban de nuevo los árboles. Otro, de los buenos recuerdos que envolvieron la despedida del ser querido. Y así, uno tras otro.
Ya no importaron las entelequias mentales, peor o mejor construidas, ni los razonamientos ni los dogmas. Importaba aquello que sostuvo el dolor en los momentos en que lo racional no sirve y las seguridades caen una tras otra.
Hubo muchas coincidencias, independientemente del credo de cada cual. El punto de encuentro para hablar el lenguaje universal fue el dolor. Ahí se igualaron todos.
Lo triste de esto es que esas personas únicamente pudieran encontrarse desde el dolor. Las palabras previas al encuentro sólo posicionaban y separaban.
Lo trascendente y positivo es que el dolor hace posible la comunicación sin barreas y sin muros defensivos. Y, aunque sólo sea por provocar un punto de encuentro, ya no habrá sido un dolor en balde.
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