La Escribana del Reino
M. E. Valbuena
Mi abuela, nacida en 1904, hija de su tiempo y de su cultura, me contaba con frecuencia las vidas de los Santos y me aseguraba la existencia certera de un Ángel de la guarda para cada uno de nosotros. Me mostraba estampas y láminas en las que un gran ser alado y guapo protegía a niños felices.
Me gustaban mucho sus historias, pero esto último del Ángel prefería no escucharlo porque, entre otras cosas, me aterraba saber que había alguien invisible pegado a mí, espiando cada uno de mis movimientos y que, hiciera lo que hiciese, él se enteraba de todo.
Han pasado los años. Mi abuela se fue con sus historias y yo he olvidado muchas de ellas. Pero hoy, que ya he crecido lo suficiente para no creer en los cuentos, creo en los ángeles de la guarda. Y creo en ellos porque en mi vida han aparecido unos cuantos.
No son grandes, ni guapos, ni alados, ni van pegados a mí. Son personas –hombres y mujeres– de carne y hueso que aparecen cuando las necesito y que me ayudan a pasar los malos momentos, que suavizan mis miedos, curan mis heridas y me dan confianza. Me protegen y me quieren.
Su presencia en mi vida ha sido puntual o duradera, según los casos, pero siempre necesaria y gratificante. Sin ellos no estaría donde ahora estoy. Sin su luz y su apoyo en momentos de oscuridad no habría avanzado, ni habría crecido, ni habría desarrollado mi confianza en la vida.
Mi profundo agradecimiento a los que estuvieron, a los que están y a los que –quiero creer– estarán.
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