La Escribana del Reino
M. E. Valbuena
Casablanca –la película– puede gustar o no. Pero lo que no puede negarse es que el final es perfecto. Vuelvan a encontrarse o se separen para siempre sus protagonistas, lo único cierto, en medio del caos y la incertidumbre, es que siempre les quedará París y lo que en esa ciudad descubrieron y sintieron. Eso nadie podrá arrebatárselo.
Y eso es lo que ocurre al final de cualquier historia que vivamos, sea de amistad, de amor o, incluso, de desencuentro. El final se define por lo vivido previamente.
Si es doloroso, como normalmente ocurre, agarrarnos a lo compartido juntos nos ayudará a afrontarlo con cierta serenidad, sabiendo que la historia vivida forma parte de nosotros mismos de forma indeleble y que, al menos, la hemos vivido.
Si es liberador, tener en cuenta la trayectoria llevada nos mantiene en nuestro sitio y en nuestra decisión, sin dejarnos arrastrar por la pena o la sensiblería, sin hacer tambalear nuestro “punto y final”.
Y si es una mezcla de ambos sentimientos, que a veces ocurre, mirar hacia atrás nos lleva a la ecuanimidad, a no exagerar desmesuradamente ningún aspecto. A equilibrarnos.
Elegimos por compensación. Y detrás de cada decisión suele haber ganancias ocultas que, en determinados momentos, no vemos o no queremos ver. Los finales nos enseñan a replantearnos la vida.
Mientras vivimos, vivamos lo que toque, porque eso es lo que quedará después.
Lo más triste de un final es no haber vivido la historia previa y quedarnos instalados en lo que pudo haber sido y no fue.
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