Una de estas mañanas frías y luminosas que el tiempo invernal nos regala, di un paseo hasta un rincón mágico, de esos que suele haber en muchos lugares. Rincones abiertos y visitados, pero íntimos, donde imperan el silencio y el respeto.
Allí me encontré, sobre una piedra, una caléndula y una pequeña vela que el aire no había conseguido extinguir. Ninguna presencia humana a la vista.
Desde entonces esta imagen me visita de forma recurrente y, cada vez, me conmueve.
¿Quién colocó ahí la flor y la vela? ¿Por qué motivo? ¿Sería una ofrenda? ¿Un recuerdo? ¿Un agradecimiento? ¿Qué había pasado allí para querer honrar ese sitio? Si me dejo llevar por mi imaginación las respuestas serían múltiples y variadas, pero nunca sabré la verdad del gesto.
Y ahí está su grandeza.
Independientemente de su significado real y del motivo por el que surgió, este pequeño detalle demuestra la sensibilidad de quien preparó el diminuto altar y el valor universal de la emoción provocada por los pequeños gestos de ternura.
Sin llegar a conocer el porqué o el para quién, me adhiero a este gesto, a esta comunicación sin palabras, que ha hecho bailar mi emoción y mis sentimientos, que conmueve, que cuestiona.
No hacen falta grandes obras ni majestuosos altares. Tampoco explosivos aspavientos de tristeza o exageradas muestras de alegría. Ni siquiera ningún tipo de concentración. Bastan una humilde flor campestre y una pequeña vela para iluminar el día, sacarnos de nuestro raquítico reducto, y dejarnos con la boca y la emoción abiertas.

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