Cuando era pequeña creía en los Reyes Magos, porque la magia y la posibilidad de ver cumplidos los deseos me hacían muy feliz. Me emocionaba sólo con verlos llegar en sus carrozas cargadas de juguetes, imaginando que alguno de ellos era para mí. Incluso cuando empecé a cuestionarme su existencia (a eso de los siete u ocho años) me negaba a admitir que fueran una invención comercial.
Después, al crecer, llegué a renegar de tales inventos porque me sentía engañada. Aquellos personajes no eran más que un cuento, no regalaban nada ni hacían posible lo imposible. Un fiasco, vamos.
Pasados los años he decidido creer en ellos. Y celebro la noche de los Reyes Magos, recreando la inocencia, ternura y esperanza que supuso, esa noche, en los primeros años de mi vida. Ellos representan fundamentalmente ilusión, magia, detalles, cariño… y a eso me aferro tanto antes como ahora.
La tradición habla de hombres que vieron algo más que otros no vieron y fueron capaces de dejar su entorno, su zona de confort, para salir en busca de ese algo más. Sólo por eso sus figuras son ilusionantes y valen la pena.
Hoy, también existen seres que ven más allá de lo aparente, que dejan su comodidad y salen a buscar lo que para ellos es su razón de vivir. No ostentan ningún título real, pero sí hacen magia cotidiana con su visión de la vida y su forma de estar en ella. Magia que contagia y reparte felicidad en el entorno. Magos que convierten el detalle en un arte y el compartir en un hábito.
Por eso –y por ellos– celebro esta noche, jugando, de paso, a imitarlos.
Todavía no hay comentarios
Esperamos el tuyo