La Escribana del Reino
M. E. Valbuena
He observado que cuando quito algo en mi mesa de trabajo o en mi entorno próximo, el hueco dejado llama mi atención de forma más llamativa que cuando lo ocupaba el objeto. Esto dura un tiempo, claro. Después todo vuelve a la normalidad porque el vacío se hace familiar.
Algo parecido ocurre con las personas que se han ido de mi vida.
Al principio, su rincón, su plato, su cama, el sitio que normalmente ocupaban en su casa o en la mía… parece vacío, sin ánima. La mirada se detiene en ese hueco y se recrea una y mil veces en la figura ausente, queriendo ver lo que ya no está, deseando retener y no olvidar lo que un día fue. Pasado un tiempo, todo se recoloca. Hasta los sentimientos.
Lo que parecía imposible de olvidar (el dolor, la rabia, el asombro o la impotencia) entra poco a poco en una especie de limbo que está pero no daña. Las lágrimas que amenazaban con no detenerse nunca, se detienen por fin sin nublar la mirada. Esa sonrisa congelada en el rostro vuelve a curvarse de forma natural, sin parecer una triste mueca. Los días recobran su brillo y la vida rueda en su marcha imparable.
No sé si este fenómeno es fruto de la aceptación o del instinto por la vida o de la superación natural de los seres vivos o del mero transcurso del tiempo.
Lo que sí voy teniendo claro es que nada permanece estable para siempre. Todo avanza y cambia a su propio ritmo, por más que nos empeñemos en no verlo.
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