La Escribana del Reino
M. E. Valbuena
Llevaba un tiempo viendo que las cosas no cuadraban, que la perfección estaba simulada, que el color rosa era demasiado intenso. Llevaba un tiempo en que, realmente, llegué a creer que veía mal la realidad y que me equivocaba.
Pero no me equivoqué.
Las pelusas estaban almacenadas debajo de la alfombra persa, la comida –vistosa y apetecible– estaba caducada. Y las habitaciones de casa, aparentemente caldeadas y ordenadas, eran frías y desoladas. Las cosas volvían a ser lo que eran, no lo que aparentaban ser.
¿Cuántas veces no hemos experimento algo así? ¿Cuántas veces no hemos cerrado los ojos a lo que había realmente, para seguir recordando lo que en un momento fue? ¿Cuántas veces al abrirlos hemos querido volver a cerrarlos?
Acerté, sí. Mi intuición vuelve a ganar, vuelve a decirme que me deje llevar por ella, que ella sabe. Debería celebrarlo, pero me sale un regusto amargo.
Yo creía –y creo– que todo lo que ocurre pasa para que aprendamos algo. Sin embargo, observo que, tras el batacazo, se siguen escondiendo las barreduras bajo la alfombra y la apariencia vuelve a acampar disimulando el vacío.
¿De qué sirve ver si la realidad no cambia, si los hábitos se perpetúan, si los comportamientos –lejos de ser auténticos– siguen edulcorando lo cotidiano?
¿De qué sirven las victorias si vienen envueltas en tristes y amargos sentimientos? Simplemente para engordar nuestro ego, para darnos la razón y confirmar lo que ya intuíamos. Vale, tengo razón ¿y qué?
¡Qué más da quién gane, si en la guerra perdemos todos!

Todavía no hay comentarios
Esperamos el tuyo