Me invitaron a unas bodas de oro. Dado que es una celebración en peligro de extinción, no pude dejar de asistir.
En los años que tengo sólo he asistido a otras dos y, me temo, no habrá muchas otras ocasiones. Para bien o para mal la gente de ahora no se casa. Y los pocos que lo hacen, suelen separarse años después. Otro signo de los tiempos.
De la celebración –bonita y entrañable– destaco dos detalles:
El primero, el gran número de veces que la palabra “nuestro” sonó. “Nuestra casa”, “nuestros hijos”, “nuestra vida”… Llama la atención esta extraña palabra en medio del exagerado culto a “lo mío” en el que vivimos inmersos. Cada vez separamos más. Cada vez acotamos más. Ignoro si es por miedo, por precaución o por evitar males mayores. Lo cierto es que, cada vez, con tanta división, nos hacemos más raquíticos.
El segundo, la luz que irradian las personas felices. Una luz que viene de la serenidad y de la certeza de saberse en el lugar adecuado. Por supuesto que cincuenta años dan para mucho, bueno y malo. Pero la felicidad no consiste en no tener obstáculos sino en haberlos superado. La pareja que cumplía tantos años juntos transmitía y contagiaba la alegría de esa superación. Y, por ello, era una alegría profunda. Nada que ver con las muestras efervescentes y explosivas de la alegría basada en la superficialidad.
No sé si tendré oportunidad de volver a asistir a unas bodas de oro. Pero con esta celebración y las dos anteriores me doy por satisfecha, al haber podido compartir la posibilidad de lo imposible.

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