La Escribana del Reino
M. E. Valbuena
La frase no es mía, aunque la repito tanto que hay quien cree que soy su autora. Yo se la escuché por primera vez a Enrique Martínez Lozano que, a su vez, dice que la aprendió de su abuela. La he encontrado, versionada, en Nisargadatta, Ernesto Cardenal y otros muchos sabios de hoy y de antes.
El caso es que, independientemente de su autoría, encierra una gran sabiduría. La sabiduría de la aceptación y del crecimiento personal. Así la entiendo yo.
Soy consciente del rechazo que suscita en muchos esta frase, de cómo saltan defensivamente y con resistencias hacia ella y hacia quien la pronuncia, pero para mí –que parto siempre de mi experiencia personal– es un mantra que me serena ante el dolor, me reconforta ante la pena y me alienta ante la alegría. Me hace estar en el presente.
Todo lo que me ha ocurrido en estos años (y ya sumo unos cuantos) ha sido necesario para estar donde estoy y ser quién soy. Sin las experiencias vividas, sentidas, disfrutadas o lloradas no habría aprendido a MIRAR la vida, a encontrar ese hilo conductor que da sentido a lo que pasa a mi alrededor, a saber esperar, a aceptar.
Cuando me he atrevido a usar estas palabras para consolar he encontrado caras de asombro, rechazo o incredulidad, pero también de alivio, de agradecimiento y de liberación. Y es que reconocer que la aceptación de nuestra realidad es la única salida válida y sana ante el desconcierto, la incertidumbre y el dolor libera, y mucho.
Seguiré usándola y seguiré repitiéndola. Al menos, hasta que pierda este sentido en mí.
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