Había una vez una niña que creció creyendo en los cuentos de hadas y en el espacio mágico del mundo de princesas y príncipes. Princesas débiles y cariñosas, necesitadas de príncipes apuestos y valientes que les resolvieran la vida.
Crecía a su lado un niño que no leyó jamás un cuento de hadas ni creía en fantasías principescas. Trabajaba, experimentaba, probaba, aprendía desde la realidad sin entretenerse en ensoñaciones irreales.
Un día, la niña –cansada de vivir en las nubes y no encontrar lo que buscaba– bajó su mirada a la cotidiana y tranquila realidad que la rodeaba. Y el niño –cansado él del arduo y árido trabajo diario– levantó la suya para ver un poco más arriba, para descansar. Y he aquí que sus miradas se encontraron.
Desde entonces no han dejado de mirarse.
Ella descubrió que la realidad no estaba tan mal, que se podía vivir en ella trabajando y construyendo esperanzas. Ya no quiere príncipes perfectos y lejanos, ajenos a lo cotidiano. Quiere vivir, sin más, aceptando lo que venga y diciendo sí a la vida.
Él se relajó y, de vez en cuando, descansa en la paz de no hacer nada y de pararse a contemplar. Ha descubierto que mirar un poco por encima de la realidad le ayuda a serenarse y a confiar. Quiere descubrir la magia de la vida sin necesidad de salir de ella.
Y aquellos que llegaron a conocerlos cuentan que, desde que enlazaron sus miradas, la vida es más bonita y más alegre para ellos y para los que les rodean.
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