Hasta donde yo sé, el trabajo del campo supone esfuerzo y confianza.
Esfuerzo para plantar, regar, cuidar, escoger, saber esperar y cosechar después los resultados. Y confianza en que el tiempo acompañe y en que no haya catástrofes climáticas que echen por tierra cualquier beneficio esperado. Si todo va bien, la cosecha es fantástica y la tierra nos da lo que hemos sembrado y cuidado.
Este símil agrícola es fácilmente trasladable a nuestra vida personal.
Y es que, en ocasiones, nos encontramos ante una cosecha magnífica, que nos reporta grandes beneficios. Todo o casi todo nos va bien, la vida nos sonríe, nos sentimos felices y contentos, llenos de plenitud y de agradecimiento… Pero no olvidemos que esos resultados nos los habíamos trabajado antes. No son frutos del azar ni de una varita mágica que moldea nuestro destino.
Del mismo modo, a veces sentimos el peso de la soledad, del aislamiento, de la falta de reconocimiento y de la amargura. Creemos que no somos merecedores de tan mala suerte y que, realmente, la vida es injusta y cruel.
La pregunta es: ¿qué sembramos cada día? ¿Qué cuidamos con esmero? ¿Qué damos?
Puede que los resultados no sean tan maravillosos como hemos esperado. Puede que tarden en aparecer de forma clara. Puede que hasta no percibamos los reales, perdidos como estamos en los esperados.
Pero siempre los resultados están ahí y, más tarde o más temprano, aparecen. Cuando son malos, nos ayudarán a replantear los objetivos y las metas. Cuando son buenos, disfrutémoslos, que es lo que toca.

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