La Escribana del Reino
M. E. Valbuena
Tengo ante mí una postal en la que puedo leer “el poder de un abrazo”. Es curioso que entre tanto abrazo virtual y tanto whatsapp se sigan demandando abrazos de esos de abarcar con los dos brazos a alguien y sentirle cerca.
Hace años, caminando por Madrid, un grupo de gente regalaba abrazos. Me acerqué, abracé y observé. Había algunos que cruzaban de acera para no ser interpelados; otros, rehusaban con cara de pocos amigos, llevados probablemente por el miedo a los desconocidos; los hubo que preguntaban a santo de qué venía aquello; pero los más abrazábamos y sonreíamos. Llegué a la conclusión de que nos gusta, en general, abrazar y ser abrazados. Se nos esponja así el alma y se nos ilumina la cara, aunque sólo sea un ratito.
Desde entonces me fijo con bastante atención en la forma de abrazar.
Y he descubierto que no siempre transmitimos lo que queremos, a pesar de cumplir con el ritual. Y he experimentado esos abrazos que –como canta Andrés Suárez– no abrazan nada. Y he visto llamar abrazos a meros ejercicios protocolarios para salvar determinadas situaciones de puro compromiso.
Pero también -y eso es lo importante- he vivido y sentido abrazos intensos, cargados de emoción y de cariño, abrazos sostenidos que transmiten vida, abrazos consistentes y eternos que transforman el momento. Nada que ver con los anteriores.
Supongo que es a estos últimos a los que se refiere la postal al afirmar el poder de un abrazo, porque realmente éstos son los que se necesitan. Los que todos deberíamos dar y todos deberíamos recibir.

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